El Futbol Club Barcelona ganó la semana pasada, en el Estadio Olímpico de Roma, la Liga de Campeones de Europa, la Champions, pa’los cuates. Y la ganó frente a uno de los equipos más poderosos y prestigiados, por no decir el más poderoso y prestigiado, del mundo: el Manchester United. No sólo derrotó al gigante, sino que durante las 8/9 partes del partido lo borró de la cancha.
El duelo particular entre las estrellas, Cristiano Ronaldo, del Manchester, y Lionel Messi, del Barcelona, también quedó del todo dirimido. Ambos se disputan el ser considerados el mejor jugador del planeta. Disputaban, debí decir. Ya no hay polémica alguna. Messi marcó un gol de cabeza más digno del Ballet Bolshoi que de una cancha de fut. Yo no sé de dónde salió ese cuate.
Quiero hablar del papel que juega el deporte en la sociedad y en la cultura humanas. Y, en particular, del papel que juega el Barça en ese mundo del deporte. Ni una cosa ni otra son triviales, créame.
Hay gente a la que no le gusta el deporte. A la que no la atrae. Tanta o más que a la que sí le gusta, y que lo que pase o deje de pasar en ese dominio les viene bastante guango, y que no dejan de pensar, con mayor o menor virulencia, que a quienes los apasiona no dejan de ser un poco tontos. Muchos de ellos, muy cercanos a mí, como mi hermana Mercedes o mi cómplice, y ahora mi escriba, Joan Manuel El Tiburón Palacios. Ambos también son gentiles en extremo y no se permiten espetármelo en la cara. Pero sé que en el fondo eso piensan. De hecho, han de estar convencidos de que esa historia del deporte profesional, del deporte-show, no es sino una maniobra, comercial y política, para ganar montes de lana y distraer a la chusma de los problemas serios y reales y tenerla dócil y entretenida.
No les falta razón. Pero tampoco les sobra. Es una verdad parcial. Es cierto que el deporte espectáculo es todo eso. Pero también otra cosa. Empecemos por aclarar qué quiere decir “la gente a la que le gusta el deporte”. Hay a quienes les gusta, o les ha gustado, practicarlo. Y hay los que no han corrido nunca ni detrás del trolebús. Yo creo que existen dos características que discriminan a ambas categorías. El deporte es en primer lugar competencia. Aunque sea únicamente con uno mismo, como esos maratonistas solitarios que se van cronometrando toda la vida y pierden o ganan consigo mismos. Ese es el punto: ganar y perder. La satisfacción incomparable de la victoria o la desazón igualmente incomparable y, si me apura, también satisfactoria, de la derrota. A los aficionados al deporte los llamaré “los competitivos”.
El segundo rasgo que los define es el de pertenencia. El irle a alguien nos incorpora, nos admite, automáticamente, a un colectivo: al de quienes le vamos a ése. Me vuelvo hermano de desconocidos que comparten conmigo, que se alegran cuando yo me alegro, que se entristecen conmigo. Que a veces identifico por la calle porque llevan “mis” colores, y “mis” insignias. Pertenezco. Soy miembro de. Por este motivo los llamaré también “los gregarios”.
Quienes no gustan de los deportes, por lo visto, no precisan de ello. O lo tienen resuelto por otro lado. Me temo, sin embargo, que olvidan un aspecto fundamental del deporte. Pertenece al simbólico. Ser partidario y defensor de una opción deportiva, aunque sea sólo de manera declarativa, es tan simbólico, y a la vez tan importante, como la reivindicación de la patria, de la lengua, de la religión o de la tradición. ¿Qué más da si hablamos español o inglés? ¿Qué más da si comemos tacos o hamburguesas? ¿Qué más da si el bueno es el padre de Jesús o el de Mahoma? ¿Qué más da si mi mujer y mis hijos son realmente mi mujer y mis hijos? ¿Qué más da si le voy a los Pumas o a los Tuzos? Pues da lo que da. Y que no es poca cosa, de ninguna manera. Puro simbólico. Por el simbólico, uno muere y mata. No hay nada en este mundo más trascendente que el simbólico. No hay nada más serio que el juego.
Aquello por lo que opta uno puede parecer arbitrario. Uno elige. Se hace uno chiva por mil motivos. O por ningún motivo. Las razones pueden ser genéticas, familiares, infantiles, derivadas de qué sé yo qué vivencia. Da igual. La adscripción, aunque sea inconsciente, es la adscripción.
Yo me hice del Barça antes de nacer. Mi papá jugó en él hasta que un carnicero enemigo le rompió la rótula. Mi papá y sobre todo su rótula no me permitieron titubear. En México, mi papá y yo le íbamos, obviamente, a los Potros de Hierro, pues llevaban el mismo uniforme. Un buen día me regaló un uniforme del Atlante con todo y botines. Ya puede usted, conmovible lector, imaginar mi emoción. Que duró hasta que el veterano jugador me chutó un penalty que me dio en pleno rostro. La playera azulgrana se llenó de sangre y lágrimas. Y de los gritos indignados de mi madre. La emoción cesó. A los tres días regresó.
A lo largo de los años, sin embargo, ha surgido un aluvión de causas para mantener y acrecentar mi pasión por el Barça. Cataluña es un país distinto a España. Lo ha sido desde siempre. Hace casi 300 años la patria de los catalanes fue sometida por el ejército francoespañol de Felipe V. Y la resistencia en contra del invasor no ha cesado.
Y uno de los elementos fundamentales de esa resistencia es el FC Barcelona. El presidente del Barcelona en 1941 fue fusilado por Franco. Antes de Roma, ha sido el campeón del catalanismo, el antifascismo y la libertad. En cambio el Real Madrid fue el equipo del régimen. Y lo sigue siendo, aunque Zapatero, personalmente, le vaya al Barça.
Ya no tengo modo de extenderme, prendido lector. Sólo piense que el Barça, a pesar de sus éxitos, es un auténtico club. “Mes que un club”, profirió Agustí Montal. Yo diría que sólo es un club. El más importante de los que quedan en el mundo. Tiene 160 mil socios, que lo deciden todo. No hay propietario. Nadie se beneficia de sus ganancias, mas que el club. Posee 17 disciplinas deportivas, incluido el beisbol. Y es el único gran equipo del mundo que no lleva propaganda en sus camisetas. Es decir, sí lleva, la del Unicef, pero no cobra por ella, sino que paga. Con las donaciones del Barcelona se ha construido una multitud de centros deportivo-asistencial-educativos para niños pobres en el mundo entero. Dos de ellos en México.
Por eso la final de Roma tiene un sentido que rebasa con mucho el ámbito estrictamente deportivo. Por eso le voy al Barcelona. Con todo mi corazón. Porque el Barça es más que un club. Sólo un club.